Escrito por: Francesc Sans
Publicado el
Para el público de
habla hispana son desconocidas las más de una treintena de entrevistas
que Jules Verne concedió, a periodistas y admiradores, en su casa de
Amiens. Celoso de su intimidad y reacio a alterar su ritmo de trabajo y
vida, no era fácil convencer al escritor bretón para que se dejara hacer
una interviú, como se decía entonces.
En el sitio web del insigne verniano Ariel Pérez
podemos encontrar seis, traducidas por él, y que amablemente nos ha
permitido acceder a la que le mostramos, quizá menos conocida que las
concedidas a Robert H. Sherard, que le hizo dos entrevistas, la primera
en 1889, en la que se hizo acompañar por la también periodista Nellie
Bly (Elizabeth Jane Cochran,1864 -1922), intrépida reportera que
emulando a Phileas Fogg se lanzó a dar la vuelta al mundo, pero
lográndolo en 72 días. O la visita que le hizo Edmondo De Amicis, que
luego relató en sus memorias el célebre escritor italiano. Pero aquí les
presentamos la última entrevista de Verne, cuando al escritor le
quedaban poco más de nueve meses de vida. La entrevista se la hizo el
periodista británico Gordon Jones.
Javier Coria
Jules Verne en casa
Por: Gordon Jones
Había escrito desde París solicitándole
al veterano novelista el honor de una entrevista y me fue gratificante
el hecho de que a mi regreso a Amiens me esperaba una tarjeta con esta
simple inscripción “Mañana jueves, a las diez de la mañana”. De acuerdo
con la hora fijada, me presenté en su residencia situada en el No. 44
Boulevard Longueville, una casa grande, pero modesta, típicamente
francesa con pesadas ventanas. Al darle mi nombre a la sirvienta, fui
guiado inmediatamente hacia la sala donde lo esperé.
Unos minutos después el señor Verne
entró y después de unas corteses palabras de bienvenida se sentó en un
gran sillón y amablemente comenzó la conversación.
Físicamente, el autor de Cinco semanas en globo
es un hombre bien forjado, de una estatura un poco por debajo de la
media, su mirada zarca y simpática y una corta barba plateada. Siempre
viste con un modesto traje negro y cuando está en casa usa una gorra
puntiaguda de tela fina, la cual le es necesaria debido a los frecuentes
ataques de un viejo enemigo: el reumatismo.
No hay sobre su persona el rastro más
ligero de ostentación. Es singularmente reservado en sus palabras y
modales y su vida entera -cualquier habitante de la ciudad pudiera
contarle- es, calmada y sin pretensiones, la de un hombre retirado del
mundo, la de un simple hombre de campo, que raramente hace visitas, en
muy pocas ocasiones recibe y sólo se consagra a su familia y sus libros.
Mi primera pregunta fue
naturalmente con respecto a su vista, sobre la cual han aparecido,
recientemente, noticias contradictorias en los periódicos ingleses.
Sí -dijo, en respuesta a mi pregunta-,
es cierto que mi vista se ha dañado considerablemente en los últimos
tiempos, pero no tanto como algunas de las noticias sugieren. Todavía
puedo ver bien con mi ojo izquierdo, pero en el derecho una catarata se
está formando y los doctores recomiendan una operación, a la cual no
estoy decidido a someterme tomando en cuenta que a mi edad sería
arriesgado.
Por supuesto, bajo tales circunstancias, ¿su trabajo literario se afecta bastante?
Naturalmente, no puedo trabajar como
solía hacerlo. Durante muchos años, he producido dos volúmenes anuales y
en estos momentos tengo otro libro en preparación. Sin embargo, siento
que ha llegado para mí el tiempo en que me tome un descanso. Esta última
producción será mi número cien y supongo -continuó él, sonriendo-, que
ya, a estas alturas, puedo decir que me he ganado mi derecho a
descansar.
¿Cuándo empezó su carrera como autor?
Esa es una pregunta que podría tener dos
respuestas. Ya a los doce o catorce años, siempre estaba con una pluma
en mi mano y durante mis días de escolar me encontraba continuamente
escribiendo, trabajando sobre todo la poesía. Durante toda mi vida he
sentido gran pasión por las obras poéticas y dramáticas. Prueba de esto
es que, en mi juventud, publiqué un número considerable de obras de
teatro, algunas de las cuales tuvieron un cierto éxito. Mi segunda y
principal carrera comenzó cuando tenía más de treinta años y fue
provocada por un súbito impulso. Se me ocurrió, un buen día, que quizás
podría utilizar mis conocimientos científicos para mezclar la ciencia y
la novela juntas bajo una forma narrativa que atrajera al público. La
idea tomó tanta forma dentro de mí que decidí inmediatamente ejecutarla.
El resultado fue Cinco semanas en globo. El libro tuvo un
éxito asombroso, y rápidamente sus ediciones se agotaron. Mi editor me
consultó sobre la posibilidad de producir más volúmenes con el mismo
estilo. Aunque no me agradó totalmente la idea, accedí a sus demandas, y
el resultado fue que desde entonces, en lo que concierne a mis
publicaciones, he abandonado completamente mi vieja pasión por otra a la
cual he consagrado toda mi energía y atención.
(¡Es un hecho afortunado para la
juventud de hoy que la inspiración de un momento pueda haber forjado
este cambio decisivo en los escritos del señor Verne! ¿Qué muchacho o
muchacha de esta generación habría preferido, por un momento, el verso
más glorioso a los extraordinarios viajes de hombres tales como el
capitán Nemo o Robur y su inigualable Albatros?
El lado poético del carácter del señor
Verne es, sin embargo, frecuentemente visible en muchas de sus
descripciones. Por ejemplo, tal como ocurre en su encantadora novela, Las indias negras,
donde encontramos ese cuadro descriptivo tan encantador de la pequeña
Nell quien, después de ser sacada de la prisión subterránea donde había
estado toda su vida, ve, por primera vez, desde la montaña cercana a la
mina, los esplendores del alba escocesa).
Con su modestia usual, Verne desaprobó completamente la idea de ser considerado un inventor…
Sólo he hecho sugerencias, sugerencias
que, después de una debida consideración, debían, según mi juicio,
descansar sobre una base práctica, y que trabajaba sobre una forma más o
menos imaginaría que respondiera a la perspectiva que me había trazado.
Pero muchas de sus sugerencias que hace veinte años fueron rechazadas y declaradas como imposibles son ahora hechos reales.
Sí, es cierto. Pero estos resultados no
son más que el desarrollo natural de la tendencia científica del
pensamiento moderno y, como tal, muchas de estas cosas han sido
previstas indudablemente por muchos otros además de mí. Su llegada era
inevitable, aún si se hubiera o no anticipado, y lo más que puedo decir
es que quizás he mirado un poco más lejos en el futuro que la mayoría de
los que me han criticado.
Al llegar a este punto de la
conversación apareció ante nosotros la señora Verne, una encantadora
dama de cabellera plateada, quien disfruta, con el mayor placer los
triunfos de su marido. Le pregunté si debido a su ayuda su esposo había
podido elaborar alguna novela.
Oh, no, no tomo parte alguna en las
creaciones de mi marido; todo lo que hago es leerlas cuando están
terminadas y cuando finalmente estén impresas es que llego a conocer
algo de ellas. Supongo que habrá notado que los personajes principales
de mi esposo son ingleses. Él siente una gran admiración por sus
compatriotas y ha declarado que ellos se prestan maravillosamente bien
para sus novelas.
Sí -intervino Verne-. Los ingleses, por
su carácter independiente y su flema producen personajes admirables;
especialmente cuando la naturaleza de los hechos les exige que se
enfrenten, en cada instante, con dificultades completamente imprevistas
como es el caso de Phileas Fogg.
Me aventuré a recordarle al
señor Verne que este cumplido hacia nuestra nacionalidad no era ignorado
en este lado del canal y que difícilmente existía un joven británico
que no hubiera, al menos, pasado algunas horas de deleite en compañía de
una u otra de sus maravillosas aventuras.
Estoy orgulloso de saber que es así
-contestó Verne-. Nada me da más placer que conocer que mis libros han
sido medios para proporcionar interés e instrucción – ya que siempre he
tratado de que, en cierto modo, sean educativos- a los jóvenes, que, de
otra manera, nunca podría contactar. Durante mi infortunio actual he
recibido innumerables telegramas y mensajes de simpatía provenientes de
mis lectores ingleses, y hace poco tiempo tuve el placer de recibir un
hermoso bastón de uno de mis jóvenes amigos en esa nación.
¿Seguramente ha visitado Inglaterra?
Sí, hace muchos años, cuando era
relativamente un hombre joven. Hice el viaje por mar a Southampton en mi
yate y después de visitar Londres y la mayor parte de sus monumentos,
fui a Brighton, un lugar encantador, con sus malecones y magníficos
paseos. Sin embargo, la ciudad que mejor conozco de Inglaterra es
Liverpool y allí estuve durante algún tiempo con algunos amigos y tuve
la oportunidad de explorarla, sobre todo sus muelles y el Mersey,
apariencia esta última que he tratado de reproducir en Una ciudad flotante.
¿Ha hecho alguna visita a Escocia o Irlanda?
Sí, hice un viaje muy agradable a
Escocia y entre otras excursiones visité Fingal’s Cave y la isla de
Staffa. Esta inmensa caverna, con sus sombras misteriosas, sus cámaras
oscuras con sus cubiertas de hierba y sus maravillosos pilares
basálticos me produjeron tal impresión, al extremo de que ese fue el
origen de mi libro El…, El… Verne hizo una pausa. Realmente olvidé el
nombre -dijo-. ¿Lo recuerdas? -preguntó dirigiéndose a su esposa…
¿No es El rayo verde? -sugirió la señora Verne.
Oh sí, ese es, por supuesto, El rayo verde. Uno debe ser perdonado -agregó riéndose- si entre tantos títulos, se le olvida alguno de ellos en un momento determinado.
(Muchos de los libros de Verne deben su origen a la inspiración del momento. Además de Cinco semanas en globo y El rayo verde, la novela Una ciudad flotante, fue completamente ideada cuando el autor viajaba hacia América en el trasatlántico Great Eastern. La idea de La vuelta al mundo en ochenta días,
quizás la más célebre de todas sus novelas, se debe a un anuncio
turístico visto por casualidad en las páginas de un periódico).
¿Cuál de sus libros es su favorito?
Esa pregunta me la han hecho varias
veces. En mi opinión, un autor, al igual que un padre, nunca debe tener
favorito. Todos sus trabajos deben tener el mismo valor, puesto que son
el producto de lo mejor de uno mismo, y aunque naturalmente cada uno de
ellos fueron producidos bajo diferentes condiciones de humor y
temperamento, cada uno representa el punto extremo de su pensamiento y
energía en el momento de su creación.
Aún -continuó- cuando no tengo
preferencia alguna, esto no quiere decir que mis lectores no deban tener
una. Indudablemente usted, por ejemplo, puede decirme cuál es el que
más le agrada de todos.
(Contesté que Veinte mil leguas de viaje submarino es la que más me fascina, aunque Miguel Strogoff, que ha sido dramatizada y se está escenificando ahora en el Teatro Châtelet en París, también era mi gran favorito.
Verne se mostró interesado al oír que
había estado en el teatro la noche anterior y, levantándose de su silla,
me cuestionó con animación).
Ahora pregunta Verne: ¿Fue bien representada?, ¿fue bien recibida?
Le aseguro que sí. De hecho, la inmensa
escena del Teatro Châtelet permite la representación de la obra a gran
escala y en una oportunidad había más de trescientos actores en escena,
muchos de ellos montados sobre caballos.
Desde hace unos años a la fecha,
raramente visito París -dijo Verne-, aunque tengo un palco que ocupo
frecuentemente. Estoy contento con Amiens; su atmósfera tranquila me
conviene admirablemente. He perdido toda la inclinación de viajar fuera
de la ciudad para ver nuevas cosas. Hemos estado en esta casa desde hace
más de veinte años y es aquí donde he redactado la mayoría de mis
libros. Algunos años atrás nos habíamos mudado a otra residencia situada
en la esquina de Rue Charles Dubois, pero era demasiado grande para
nuestras necesidades, de manera que volvimos aquí.
Supongo que cuando está escribiendo sus ideas no fluyen a menos que esté completamente solo.
Al contrario -intervino la señora
Verne-, esa no es una dificultad para mi esposo. No se toman
precauciones especiales en ese sentido. Trabaja calladamente arriba en
el segundo piso y el ruidos parece no perturbarlo en lo más mínimo y mis
hijas y yo podemos hacer lo que queramos sin tener miedo a protestas de
su parte.
¿Y cuál es su método de trabajo, señor?
¿Mi método de trabajo? Bien, hasta hace
algunos meses atrás, invariablemente me despertaba a las cinco y
escribía durante tres horas antes de desayunar. El gran volumen de mi
trabajo siempre se hizo a estas horas y, aunque en algunas ocasiones
cuando ya el día estaba avanzado volvía a sentarme durante algunas
horas, casi todas mis historias han sido escritas cuando la mayoría de
las personas duermen. Siempre he sido un lector empedernido, sobre todo
de periódicos y revistas y es mi costumbre recortar y conservar para
referencia futura cualquier párrafo o artículo que me interese. Es de
esta manera que acumulo mis ideas y al mismo tiempo me mantengo
completamente actualizado con respecto a las materias del dominio
científico. La tarea es laboriosa, es cierto, pero el resultado
reembolsa el esfuerzo y si el artículo es cuidadosamente clasificado
nunca será un problema encontrar alguno de estos textos, aún después de
que hayan transcurrido varios años.
(Sorprenderá a muchos lectores el hecho
de que éste es el método adoptado por Charles Reade, el cual ha
defendido vigorosamente, siendo el único medio satisfactorio para que un
escritor pueda enfrentarse a ese calidoscopio de eventos siempre
nuevos).
¿Lee usted, entre otros, los trabajos de muchos escritores ingleses?
He leído una gran cantidad de ellos, de
hecho trabajos de sus escritores más conocidos, incluyendo a sus poetas,
pero solo por medio de traducciones. Tengo la impresión que he perdido
la buena oportunidad que hubiera significado haber aprendido el idioma
inglés, pero he dejado pasar el tiempo y ahora es demasiado tarde para
empezar.
¿Cuál es su autor favorito?
¿Vivo o muerto?
Bien, digamos muerto.
Solo hay una respuesta a esa pregunta
-dijo Verne con entusiasmo-. Para mí las obras de Charles Dickens son
únicas en su género, eclipsando a todos los otros por su increíble
fuerza y justeza de expresión. ¡Qué humor y qué exquisito sentimiento
pueden ser encontrados en sus páginas! ¡De qué forma parecen vivir los
personajes de sus novelas y cómo uno sabe entender sus propósitos! He
leído y releído sus obras maestras, al igual que mi esposa. David Copperfield, Martin Chuzzlewit, Nicholas Nickleby, La vieja tienda de curiosidades. Todas las hemos leído, ¿no es así?
¡Ah, sí! -contestó la señora Verne-. Tienen una fuerza verdadera.
(Es un hecho agradable el oír a un autor
hablando en términos de tal admiración incondicional con respecto a
otro, especialmente cuando, como en el caso que nos ocupa, están
separados, no solamente por diferentes tipos de estilo, sino también por
la barrera de la nacionalidad).
Y entre los escritores vivos, ¿a quién prefiere?
Esa es una pregunta más difícil -dijo
Verne reflexivamente-, y debo reflexionar antes de contestarle… Creo que
puedo decidir -dijo, después de un minuto. Hay un autor cuyo trabajo me
ha atraído muy fuertemente teniendo en cuenta su posición imaginativa y
he seguido sus libros con considerable interés. Me refiero al señor
Herbert George Wells. Algunos de mis amigos me han dicho que su trabajo
se parece mucho al mío, pero creo que se equivocan. Lo considero un
escritor puramente imaginativo, digno de los más grandes elogios, pero
nuestros métodos son completamente diferentes. En mis novelas siempre he
tratado de apoyar mis pretendidas invenciones sobre una base de hechos
reales y utilizar, para su puesta en escena, métodos y materiales que no
sobrepasen los límites del saber hacer y de los conocimientos técnicos
contemporáneos.
Tome, por ejemplo, el caso del Nautilus.
Bien considerado, tiene un mecanismo de submarino que no tiene nada de
extraordinario y que no pasa más allá de los límites del conocimiento
científico actual. Flota o se sumerge según procedimientos enteramente
factibles y muy conocidos, los sistemas de mando y de propulsión son
perfectamente racionales y comprensibles. Su fuerza motriz ni siquiera
es un secreto. El único aspecto novedoso sobre el cual he acudido a la
ayuda de la imaginación radica en la aplicación práctica de esta fuerza
motriz, y aquí he dejado intencionalmente un espacio en blanco para que
el lector arribe a sus propias conclusiones, un mero hiato técnico, por
así decir, que una mente práctica y de alto nivel es muy capaz de
llenar.
Por otra parte, las creaciones del señor
Wells, pertenecen a una edad y grado de conocimiento científico
bastante lejano del presente, para no decir que completamente más allá
de los límites de lo posible. No sólo elabora sus sistemas a partir del
reino de lo imaginario, sino también los elementos que le sirven para
construirlas. Por ejemplo, en su novela Los primeros hombres en la luna se recordará que introduce una sustancia antigravitatoria completamente nueva –la Cavorita, que en la novela Nova de
Samuel R. Delany se llamó Ilirión, y en la serie de Buck Rogers,
Inertrón. El español Pérez Zúñiga también utilizan una sustancia que
sustrae de la gravedad, y Pascual Enguídanos en La Saga de los Aznar la
llama Dedona (J.C.).- de la cual no conocemos ni la pista más ligera
acerca de su modo de preparación o su composición química real. Tampoco
hace referencia al conocimiento científico actual que nos permita, por
un instante, imaginar un método por el cual se pudiera lograr semejante
resultado. En La guerra de los mundos, una obra por la cual
siento gran admiración, nuevamente nos deja completamente a oscuras en
lo que respecta a la naturaleza real de los marcianos, o la forma en que
fabrican el maravilloso rayo térmico con el cual provocan gran estrago
entre sus atacantes.
Que se tenga en cuenta -continuó Verne-,
que al decir esto no estoy cuestionando en modo alguno los métodos del
señor Wells; al contrario, siento un gran respeto por su genio
imaginativo. Solo estoy exponiendo los contrastes que existen entre
nuestros dos estilos y estoy señalando las diferencias fundamentales que
existen entre ellos y deseo que se entienda claramente que no expreso
ninguna opinión sobre la superioridad de uno sobre el otro. Pero ahora
-agregó levantándose de su silla-, me temo que estoy empezando a
aburrirlo. Los minutos pasan tan rápidamente en una conversación, y ya
ve, hemos estado hablando desde hace más de una hora.
(Le aseguré al señor Verne que pasarían
muchas horas antes de que alguien pudiera aburrirse estando en su
presencia, pero no queriendo abusar más de su tiempo, y en contra de mi
voluntad, puse fin a esta visita. Con una cortesía encantadora y un poco
anticuada, Verne y su esposa insistieron en acompañarme hasta la
entrada, y una vez afuera, al vislumbrar la puesta del sol, mi último
recuerdo del famoso autor fue el de una amable silueta de cabellera
blanca de pie en la puerta del vestíbulo, cuyo alegre “Hasta luego” me
llegó desde el otro lado de la pavimentada calle, sonando aun
agradablemente en mis oídos al tiempo que muchos kilómetros separaban ya
la villa de Amiens del expreso de Dieppe).
(Publicada en Temple Bar, número
129, junio de 1904. Páginas 664-67. Con el título: “Jules Verne at
home”. Traducción española: Ariel Pérez. Edición y correcciones: Javier
Coria. Ilustración de Josep M. Maya).
NOTA: Para más información le recomendamos el libro Entretiens avec Jules Verne 1873-1905 de Daniel Compère y Jean-Michel Margot, publicado por la editorial Slatkine en Génova, en 1998.
No hay comentarios:
Publicar un comentario