Este cuento de Jorge Bucay fue contado por una de las ponentes de la "Jornada de Prevección de progas y otras adicciones", que hemos promovido recientemente desde nuestro colegio. Disfrutadlo
La mariposa
Mi mamá era hija de una pareja de campesinos de Entre Ríos. Nació y
creció en el campo entre animales, pájaros y flores. Ella nos contó que
una mañana, mientras paseaba por el bosque recogiendo ramas caídas para
encender el fuego del horno vio un capullo de gusano colgando de un
tallo quebrado. Pensó que sería más seguro para la pobre larva llevarla a
la casa y adoptarla a su cuidado. Al llegar, la puso bajo una lámpara
para que diera calor y la arrimó a una ventana para que el aire no le
faltara.
Durante las siguientes horas mi madre permaneció al lado de su protegida
esperando el gran momento. Después de una larga espera, que no terminó
hasta la mañana siguiente, la jovencita vio cómo el capullo se rasgaba y
una patita pequeña y velluda asomaba desde dentro. Todo era mágico y mi
mamá nos contaba que tenía la sensación de estar presenciando un
milagro. Pero, de repente, el milagro pareció volverse tragedia. La
pequeña mariposa parecía no tener fuerza suficiente para romper el
tejido de su cápsula. Por más que hacia fuerza no conseguía salir por la
pequeña perforación de su casita efímera. Mi madre no podía quedarse
sin hacer nada. Corrió hasta el cuarto de las herramientas y regresó con
un par de pinzas delicadas y una tijera larga, fina y afilada que mi
abuela usaba en el bordado. Con mucho cuidado de no tocar al insecto,
fue cortando una ventana en el capullo para permitir que la mariposa
saliera de su encierro. Después de unos minutos de angustia, la pobre
mariposa consiguió dejar atrás su cárcel y caminó a los tumbos hacia la
luz de la ventana.
Las mariposas necesitan de ese terrible esfuerzo que les significa
romper su prisión para poder vivir, porque durante esos instantes,
explicó mi abuelo, el corazón late con muchísima fuerza y la presión que
se genera en su primitivo árbol circulatorio inyecta la sangre en las
alas, que así se expanden y la capacitan para volar. La mariposa que fue
ayudada a salir de su caparazón nunca pudo expandir sus alas, porque mi
mamá no la había dejado luchar por su vida. Mi mamá siempre nos decía
que muchas veces le hubiese gustado aliviarnos el camino, pero recordaba
a su mariposa y prefería dejarnos inyectar nuestras alas con la fuerza
de nuestro propio corazón.
Cuenta mi madre que, llena de emoción, abrió la ventana para despedir a
la recién llegada, en su vuelo inaugural. Sin embargo, la mariposa no
salió volando, ni siquiera cuando la punta de las pinzas la rozó
suavemente. Pensó que estaba asustada por su presencia y la dejó junto a
la ventana abierta, segura de que no la encontraría al regresar.
Después de jugar toda la tarde, mi madre volvió a su cuarto y encontró
junto a la ventana a su mariposa inmóvil, las alitas pegadas al cuerpo,
las patitas tiesas hacia el techo. Mi mamá siempre nos contaba con qué
angustia fue a llevar el insecto a su padre, a contarle todo lo sucedido
y a preguntarle qué más debía haber hecho para ayudarla mejor. Mi
abuelo, que parece que era uno de esos sabios casi analfabetos que andan
por el mundo, le acarició la cabeza y le dijo que no había nada más que
debiera haber hecho, que en realidad la buena ayuda hubiera sido hacer
menos y no más.
Jorge Bucay
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