12.22.2009

Aventuras de Robinson Crusoe

Daniel Defoe, escritor y periodista inglés, con esta novela creó una auténtica novela de aventuras.
La obra se llamó en un principio: "The Life and Strange Surprising Adventures of Robinson Crusoe, of York, Mariner". Publicada en 1719. Basada en las experiencias de Alexander Selkirk, que vivió en una isla del Pacífico durante cinco años. En su novela el autor añadió no pocos elementos de su propia cosecha, como la descripción de la lucha de su héroe por la existencia, la adopción por él de un criado indígena, Viernes, su huida de los caníbales y su rescate.


Daniel Defoe Aventuras de Robinson Crusoe
Nací en 1632, en la ciudad de York, de una buena familia, aunque no de la región, pues mi padre era un extranjero de Brema que, inicialmente, se asentó en Hull. Allí consiguió hacerse con una considerable fortuna como comerciante y, más tarde, abandonó sus negocios y se fue a vivir a York, donde se casó con mi madre, que pertenecía a la familia Robinson, una de las buenas familias del condado de la cual obtuve mi nombre, Robinson Kreutznaer. Mas, por la habitual alteración de las palabras que se hace en Inglaterra, ahora nos llaman y nosotros también nos llamamos y escribimos nuestro nombre Crusoe; y así me han llamado siempre mis compañeros.
Tenía dos hermanos mayores, uno de ellos fue coronel de un regimiento de infantería inglesa en Flandes, que antes había estado bajo el mando del célebre coronel Lockhart, y murió en la batalla de Dunkerque contra los españoles.
Lo que fue de mi segundo hermano, nunca lo he sabido al igual que mi padre y mi madre tampoco supieron lo que fue de mí.
Como yo era el tercer hijo de la familia y no me había educado en ningún oficio, desde muy pequeño me pasaba la vida divagando. Mi padre, que era ya muy anciano, me había dado una buena educación, tan buena como puede ser la educación en casa y en las escuelas rurales gratuitas, y su intención era que estudiara leyes. Pero a mí nada me entusiasmaba tanto como el mar, y dominado por este deseo, me negaba a acatar la voluntad, las órdenes, más bien, de mi padre y a escuchar las súplicas y ruegos de mi madre y mis amigos. Parecía que hubiese algo de fatalidad en aquella propensión natural que me encaminaba a la vida de sufrimientos y miserias que habría de llevar.
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Se desató una terrible tempestad y, entonces, empecé a vislumbrar el terror y el asombro en los rostros de los marineros. El capitán, aunque estaba al tanto de las maniobras para salvar el barco, mientras entraba y salía de su camarote, que estaba junto al mío, murmuraba para sí: «Señor, ten piedad de nosotros, es el fin, estamos perdidos», y cosas por el estilo. Durante estos primeros momentos de apuro, me comporté estúpidamente, paralizado en mi cabina, que estaba en la proa; no soy capaz de describir cómo me sentía. Apenas podía volver a asumir el primer remordimiento, del que, aparentemente, había logrado liberarme y contra el que me había empecinado. Pensé que había superado el temor a la muerte y que esto no sería nada, como la primera vez, mas cuando el capitán se me acercó, como acabo de decir, y dijo que estábamos perdidos, me sentí aterrorizado. Me levanté, salí de mi camarote y miré a mi alrededor; nunca había visto un espectáculo tan desolador. Las olas se elevaban como montañas y nos abatían cada tres o cuatro minutos; lo único que podía ver a mi alrededor era desolación. Dos barcos que estaban cerca del nuestro habían tenido que cortar sus mástiles a la altura del puente, para no hundirse por el peso, y nuestros hombres gritaban que un barco, que estaba fondeado a una milla de nosotros, se había hundido. Otros dos barcos que se habían zafado de sus anclas eran peligrosamente arrastrados hacia el mar sin siquiera un mástil. Los barcos livianos resistían mejor porque no sufrían tanto los embates del mar pero dos o tres de ellos se fueron a la deriva y pasaron cerca de nosotros, con solo el foque al viento.
Hacia la tarde, el piloto y el contramaestre le pidieron al capitán de nuestro barco que les permitiera cortar el palo del trinquete, a lo que el capitán se negó. Mas cuando el contramaestre protestó diciendo que si no lo hacían, el barco se hundiría, accedió. Cuando cortaron el palo, el mástil se quedó tan al descubierto y desestabilizó la nave de tal modo, que se vieron obligados a cortarlo también y dejar la cubierta totalmente arrasada.
Seguimos trabajando pero el agua no cesaba de entrar en la bodega y era evidente que el barco se hundiría. Aunque la fuerza de la tormenta comenzó a disminuir un poco, no era posible que el barco pudiera llegar a puerto, por lo que el capitán siguió disparando cañonazos en señal de auxilio. Un barco pequeño, que se había soltado justo delante de nosotros, envió un bote para rescatarnos. Con gran dificultad, el bote se aproximó a nosotros pero no podía mantenerse cerca del barco ni nosotros subir a bordo. Por fin, los hombres que iban en el bote comenzaron a remar con todas sus fuerza, arriesgando su vida para salvarnos, y nuestros hombres les lanzaron un cable con una boya por popa. Después de muchas dificultades, pudieron asirlo y así los acercamos hasta la popa y conseguimos subir a bordo. Ni ellos ni nosotros le vimos ningún sentido a tratar de llegar hasta su nave así que acordamos dejarnos llevar por la corriente, limitándonos a enderezar el bote hacia la costa lo más que pudiéramos. Nuestro capitán les prometió que, si el bote se destrozaba al llegar a la orilla, él se haría cargo de indemnizar a su capitán. Así, pues, con la ayuda de los remos y la corriente, nuestro bote fue avanzando hacia el norte, en dirección oblicua a la costa, hasta Winterton Ness.
No había transcurrido mucho más de un cuarto de hora desde que abandonáramos nuestro barco, cuando lo vimos hundirse. Entonces comprendí, por primera vez, lo que significa «irse a pique». Debo reconocer que no pude levantar la vista cuando los marineros me dijeron que se estaba hundiendo. Desde el momento en que me subieron en el bote, porque no puedo decir que yo lo hiciera, sentía que mi corazón estaba como muerto dentro de mí, en parte por el miedo y en parte por el horror de lo que según pensaba aún me aguardaba.
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EL DIARIO
30 de septiembre de 1659. Yo, pobre y miserable Robinson Crusoe, habiendo naufragado durante una terrible tempestad, llegué más muerto que vivo a esta desdicha da isla a la que llamé la Isla de la Desesperación, mientras que el resto de la tripulación del barco murió ahogada. Pasé el resto del día lamentándome de la triste condición en la que me hallaba, pues no tenía comida, ni casa, ni ropa, ni armas, ni un lugar a donde huir, ni la más mínima esperanza de alivio y no veía otra cosa que la muerte, ya fuera devorado por las bestias, asesinado por los salvajes o asediado por el hambre. Al llegar la noche, dormí sobre un árbol, al que subí por miedo a las criaturas salvajes, y logré dormir profundamente a pesar de que llovió toda la noche.
1 de octubre. Por la mañana vi, para mi sorpresa, que el barco se había desencallado al subir la marea y había sido arrastrado hasta muy cerca de la orilla. Por un lado, esto supuso un consuelo, porque, estando erguido y no desbaratado en mil pedazos, tenía la esperanza de subir a bordo cuando el viento amainara y rescatar los alimentos y las cosas que me hicieran falta; por otro lado, renovó mi pena por la pérdida de mis compañeros, ya que, de habernos quedado a bordo, habríamos salvado el barco o, al menos, no todos habrían perecido ahogados; si los hombres se hubiesen salvado, tal vez habríamos construido, con los restos del barco, un bote que nos pudiese llevar a alguna otra parte del mundo. Pasé gran parte del día perplejo por todo esto, mas, viendo que el barco estaba casi sobre seco, me acerqué todo lo que pude por la arena y luego nadé hasta él. Ese día también llovía aunque no soplaba viento.
Del 1 al 24 de octubre. Pasé todos estos días haciendo viajes para rescatar todo lo que pudiese del barco y llevarlo hasta la orilla en una balsa cuando subiera la marea. Llovió también en estos días aunque con intervalos de buen tiempo; al parecer, era la estación de lluvia.
20 de octubre. Mi balsa volcó con toda la carga porque las cosas que llevaba eran mayormente pesadas, pero como el agua no era demasiado profunda, pude recuperarlas cuando bajó la marea. 25 de octubre. Llovió toda la noche y todo el día, con algunas ráfagas de viento. Durante ese lapso de tiempo, el viento sopló con fuerza y destrozó el barco hasta que no quedó más rastro de él, que algunos restos que aparecieron cuando bajó la marea. Me pasé todo el día cubriendo y protegiendo los bienes que había rescatado para que la lluvia no los estropeara.
26 de octubre. Durante casi todo el día recorrí la costa en busca de un lugar para construir mi vivienda y estaba muy preocupado por ponerme a salvo de un ataque noctur no, ya fuera de animales u hombres. Hacia la noche, encontré un lugar adecuado bajo una roca y tracé un semicírculo para mi campamento, que decidí fortificar con una pared o muro hecho de postes atados con cables por dentro y con matojos por fuera.
Del 26 al 30. Trabajé con gran empeño para transportar todos mis bienes a mi nueva vivienda aunque llovió buena parte del tiempo.
El 31. Por la mañana, salí con mi escopeta a explorar la isla y a buscar alimento. Maté a una cabra y su pequeño me siguió hasta casa y después tuve que matarlo porque no quería comer.
1 de noviembre. Instalé mi tienda al pie de una roca y permanecí en ella por primera vez toda la noche. La hice tan espaciosa como pude con las estacas que había traído para poder colgar mi hamaca.
2 de noviembre. Coloqué mis arcones, las tablas y los pedazos de leña con los que había hecho las balsas a modo de empalizada dentro del lugar que había marcado para mi fortaleza.
3 de noviembre. Salí con mi escopeta y maté dos aves semejantes a patos, que estaban muy buenas. Por la tarde me puse a construir una mesa.
4 de noviembre. Esta mañana organicé mi horario de trabajo, caza, descanso y distracción; es decir, que todas las mañanas salía a cazar durante dos o tres horas, si no llovía, entonces trabajaba hasta las once en punto, luego comía lo que tuviese y desde las doce hasta las dos me echaba una siesta pues a esa hora hacía mucho calor; por la tarde trabajaba otra vez. Dediqué las horas de trabajo de ese día y del siguiente a construir mi mesa, pues aún era un pésimo trabajador, aunque el tiempo y la necesidad hicieron de mí un excelente artesano en poco tiempo, como, pienso, le hubiese ocurrido a cualquiera.
5 de noviembre. Este día salí con mi escopeta y mi perro y cacé un gato salvaje que tenía la piel muy suave aunque su carne era incomestible: siempre desollaba todos los animales que cazaba y conservaba su piel. A la vuelta, por la orilla, vi muchos tipos de aves marinas que no conocía y fui sorprendido y casi asustado por dos o tres focas que, mientras las observaba sin saber qué eran, se echaron al mar y escaparon, por esa vez.
6 de noviembre. Después de mi paseo matutino, volví a trabajar en mi mesa y la terminé aunque no a mi gusto; mas no pasó mucho tiempo antes de que aprendiera a arreglarla.
7 de noviembre. El tiempo comenzó a mejorar. Los días 7, 8, 9, 10 y parte del 12 (porque el 11 era domingo), me dediqué exclusivamente a construir una silla y, con mucho esfuerzo, logre darle una forma aceptable aunque no llegó a gustarme nunca y eso que en el proceso, la deshice varias veces. Nota: pronto descuidé la observancia del domingo porque al no hacer una marca en el poste para indicarlos, olvidé cuándo caía ese día.
13 de noviembre. Este día llovió, lo cual refrescó mucho y enfrió la tierra pero la lluvia vino acompañada de rayos y truenos; esto me hizo temer por mi pólvora. Tan pronto como escampó decidí separar mi provisión de pólvora en tantos pequeños paquetes como fuese posible, a fin de que no corriesen peligro.
14, 15 y 16 de noviembre. Pasé estos tres días haciendo pequeñas cajas y cofres que pudieran contener una o dos libras de pólvora, a lo sumo y, guardando en ellos la pólvora, la almacené en lugares seguros y tan distantes entre sí como pude. Uno de estos tres días maté un gran pájaro que no era comestible y no sabía qué era.
17 de noviembre. Este día comencé a excavar la roca detrás de mi tienda con el fin de ampliar el espacio. Nota: necesitaba tres cosas para realizar esta tarea, a saber, un pico, una pala y una carretilla o cesto. Detuve el trabajo para pensar en la forma de suplir esta necesidad y hacerme unas herramientas; utilicé las barras de hierro como pico y funcionaron bastante bien aunque eran pesadas; lo siguiente era una pala u horca, que era tan absolutamente imprescindible, que no podía hacer nada sin ella; mas no sabía cómo hacerme una.
18 de noviembre. Al día siguiente, buscando en el bosque, encontré un árbol, o al menos uno muy parecido, de los que en Brasil se conocen como árbol de hierro por la du reza de su madera. De esta madera, con mucho trabajo y casi a costa de romper mi hacha, corté un pedazo y lo traje a casa con igual dificultad pues pesaba muchísimo.
La excesiva dureza de la madera y la falta de medios me obligaron a pasar mucho tiempo en esta labor, pues tuve que trabajar poco a poco hasta darle la forma de pala o azada; el mango era exactamente igual a los de Inglaterra, con la diferencia de que al no estar cubierta de hierro la parte más ancha al final, no habría de durar mucho tiempo; no obstante, servía para el uso que le di; y creo que jamás se había construido una pala de este modo ni había tomado tanto tiempo hacerla.
Aún tenía carencias, pues me hacía falta una canasta o carretilla. No tenía forma de hacer una canasta porque no disponía de ramas que tuvieran la flexibilidad necesaria para hacer mimbre, o al menos no las había encontrado aún. En cuanto a la carretilla, imaginé que podría fabricar todo menos la rueda; no tenía la menor idea de cómo hacerla, ni siquiera empezarla; además, no tenía forma de hacer la barra que atraviesa el eje de la rueda, así que me di por vencido y, para sacar la tierra que extraía de la cueva, hice algo parecido a las bateas que utilizan los albañiles para transportar la argamasa.
Esto no me resultó tan difícil como hacer la pala y, con todo, construir la batea y la pala, aparte del esfuerzo que hice en vano para fabricar una carretilla, me tomó casi cuatro días; digo, sin contar el tiempo invertido en mis paseos matutinos con mi escopeta, cosa que casi nunca dejaba de hacer y casi nunca volvía a casa sin algo para comer.
23 de noviembre. Había suspendido mis demás tareas para fabricar estas herramientas y, cuando las hube terminado, seguí trabajando todos los días, en la medida en que me lo permitían mis fuerzas y el tiempo. Pasé dieciocho días enteros en ampliar y profundizar mi cueva a fin de que pudiese alojar mis pertenencias cómodamente.
"Las aventuras de Robison Crusoe". Daniel Defoe

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