Capítulo 1.
Oliver Twist
Los primeros años de Oliver Twist.
Ilustarciones George Cruishank |
hallaron a una joven y bella mujer tirada en la calle. Estaba muy enferma y pronto
daría a luz un bebé. Como no tenía dinero, la llevaron al hospicio, una institución
regentada por la junta parroquial de la ciudad que daba cobijo a los necesitados. Al
día siguiente nació su hijo y, poco después, murió ella sin que nadie supiera quién
era ni de dónde venía. Al niño lo llamaron Oliver Twist.
En aquel hospicio pasó Oliver los diez primeros meses de su vida. Transcurrido este
tiempo, la junta parroquial lo envió a otro centro situado fuera de la ciudad donde
vivían veinte o treinta huérfanos más. Los pobrecillos estaban sometidos a la
crueldad de la señora Mann, una mujer cuya avaricia la llevaba a apropiarse del
dinero que la parroquia destinaba a cada niño para su manutención. De modo, que
aquellas indefensas criaturas pasaban mucha hambre, y la mayoría enfermaba de
privación y frío.
El día de su noveno cumpleaños, Oliver se encontraba encerrado en la carbonera
con otros dos compañeros. Los tres habían sido castigados por haber cometido el
imperdonable pecado de decir que tenían hambre. El señor Blumble, celador de la
parroquia, se presentó de forma imprevista, hecho que sobresaltó a la señora Mann.
El hombre tenía por costumbre anunciar su visita con antelación, tiempo que la
señora Mann aprovechaba para limpiar la casa y asear a los niños, ocultando así las
malas condiciones en las que vivían los pobres muchachos.
-¡Dios mio! ¿Es usted, señor Bumble? -exclamó horrorizada la señora Mann.
Y, dirigién se en voz baja a la criada, ordenó:
-Susan, sube a esos tres mocosos de la carbonera y lávalos inmediatamente.
-Vengo a llevarme a Oliver Twist -dijo el celador-. Hoy cumple nueve años y ya es
mayor para permanecer aquí.
-Ahora mismo lo traigo -dijo la señora Mann saliendo de la habitación.
Oliver llegó ante el señor Bumble limpio y peinado; nadie hubiera dicho que era el
mismo muchacho que poco antes estaba cubierto de suciedad. Al poco rato, el
celador y el niño abandonaban juntos el miserable lugar
Oliver miró por última vez hacia atrás; a pesar de que allí nunca había recibido un
gesto cariñoso ni una palabra bondadosa, una fuerte congoja se apoderó de él.
"¿Cuándo volveré a ver a los únicos amigos que he tenido nunca?", se preguntó. Y,
por primera vez en su vida, sintió el niño la sensación de su soledad.
Nada más llegar al nuevo hospicio, Oliver fue llevado ante la junta parroquial y allí,
el señor Limbkins, que era el director, se dirigió a él.
-¿Cómo te llamas, muchacho?
Oliver, asustado, no contestó; de repente, sintió un fuerte pescozón que le hizo
echarse a llorar, había sido el celador que se encontraba detrás de él.
-Este chico es tonto -dijo un señor de chaleco blanco.
Charles Dickens
Cuento de Navidad.
El espectro de Marley.
Empecemos por decir que Marley había muerto. De ello no cabía
la menor duda. Firmaron la partida
de su enterramiento el clérigo, el sacristán, el comisario de entierros
y el presidente del duelo. También la firmó Scrooge. Y el nombre de
Scrooge era prestigioso en la Bolsa, cualquiera que fuese el papel en que
pusiera su firma.
El viejo Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.
Ilustración de John Leech, para Cuento de Navidad |
¡Bueno! Esto no quiere decir que yo sepa por experiencia propia lo que
hay particularmente muerto en el clavo de una puerta; pero puedo
inclinarme a considerar un clavo de féretro como la pieza de ferretería
más muerta que hay en el comercio. Mas la sabiduría de nuestros
antepasados resplandece en los símiles, y mis manos profanas no deben
perturbarla, o desaparecería el país. Me permitiré. pues, repetir
enfáticamente que Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.
¿Sabía Scrooge que aquél había muerto? Indudablemente. ¿Cómo
podía ser de otro modo? Scrooge y él fueron consocios durante no sé
cuántos años. Scrooge fue su único albacea, su único administrador, su
único cesionario, su único legatario universal, su único amigo y el
único que vistió luto por él. Pero Scrooge no estaba tan terriblemente
afligido por el triste suceso que dejara de ser un perfecto negociante, y
el mismo día del entierro lo solemnizó con un buen negocio.
La mención del entierro de Marley me hace retroceder al punto de
partida. Es indudable que Marley había muerto. Esto debe ser
perfectamente comprendido; si no, nada admirable se puede ver en la
historia que voy a referir. Si no estuviéramos plenamente convencidos de
que el padre de Hamlet murió antes de empezar la representación teatral,
no habría en su paseo durante la noche, en medio del vendaval. por las
murallas de su ciudad, nada más notable que lo que habría en ver a otro
cualquier caballero de mediana edad temerariamente lanzado, después de
obscurecer, en un recinto expuesto a los vientos -el cementerio de San
Pablo, por ejemplo-, sencillamente para deslumbrar el débil espíritu de
su hijo.
Scrooge no borró el nombre del viejo Marley. Permaneció durante
muchos años esta inscripción sobre la puerta del almacén: "Scrooge
y Marley". La casa de comercio se conocía bajo la razón social
"Scrooge y Marley". Algunas veces los clientes modernos llamaban
a Scrooge Scrooge y otras veces Marley: pero él atendía por ambos
nombres. Todo era lo mismo para él.
¡Oh! Pero Scrooge era atrozmente tacaño, avaro, cruel,
desalmado, miserable, codicioso. incorregible, duro y esquinado como el
pedernal, pero del cual ningún eslabón había arrancado nunca una chispa
generosa; secreto y retraído y solitario como una ostra. El frío de su
interior le helaba las viejas facciones. le amorataba la nariz afilada, le
arrugaba las mejillas, le entorpecía la marcha, le enrojecía los ojos,
le ponía azules los delgados labios; hablaba astutamente y con voz
áspera. Fría escarcha cubría su cabeza y sus cejas y su barba de
alambre. Siempre llevaba consigo su temperatura bajo cero; helaba su
despacho en los días caniculares y no lo templaba ni un grado en Navidad.
El calor y el frío exteriores ejercían poca influencia sobre
Scrooge.
Ningún calor podía templarle, ninguna temperatura invernal podía
enfriarle. Ningún viento era más áspero que él, ninguna nieve más insistente
en sus propósitos, ninguna lluvia más impía. El temporal no sabía
cómo atacarle. La más mortificante lluvia, y la nieve, y el granizo, y
el agua de nieve, podían jactarse de aventajarle en un sola cosa: en que
con frecuencia "bajaban" gallardamente, y Scrooge, nunca.
Jamás le detuvo nadie en la calle para decirle alegremente:
"Querido Scrooge, ¿cómo estáis? ¿Cuándo iréis a verme?"
Ningún mendigo le pedía limosna, ningún niño le preguntaba qué hora
era, ningún hombre ni mujer le preguntaron en toda su vida por dónde se
iba a tal o cual sitio. Aun los perros de los ciegos parecían conocerle,
y cuando le veían acercarse arrastraban a sus amos hacia los portales o
hacia las callejuelas, y entonces meneaban la cola como diciendo: "Es
mejor ser ciego que tener mal ojo".
¡Pero qué le importaba a Scrooge! Era lo que deseaba: seguir su
camino a lo largo de los concurridos senderos de la vida, avisando a toda
humana simpatía para conservar la distancia.
Una vez, en uno de los mejores días del año, la víspera de
Navidad, el viejo Scrooge se hallaba trabajando en su despacho. Hacía un
tiempo frío, crudísimo y nebuloso, y podía oír a la gente que pasaba
jadeando arriba y abajo, golpeándose el pecho con las manos y pateando
sobre las piedras del pavimento para entrar en calor. Los relojes
públicos acababan de dar las tres: pero la obscuridad era casi completa
-había sido obscuro todo el día-, y por las ventanas de las casas
vecinas se veían brillar las luces como manchas rubias en el aire moreno
de la tarde. La bruma se filtraba a través de todas las hendeduras y de
los ojos de las cerraduras, y era tan densa por fuera que, aunque la
calleja era de las más estrechas, las casas de enfrente se veían como
meros fantasmas. A1 ver cómo descendía la nube sombría,
obscureciéndolo todo, se habría pensado que la Naturaleza habitaba cerca
y que estaba haciendo destilaciones en gran escala.
Scrooge tenía abierta la puerta del despacho para poder vigilar a su
dependiente, que en una celda lóbrega y apartada, una especie de
cisterna, estaba copiando cartas. Scrooge tenía poquísima lumbre,
pero la del dependiente era mucho más escasa: parecía una sola ascua;
mas no podía aumentarla, porque Scrooge guardaba la caja del carbón en
su cuarto, y si el dependiente hubiera aparecido trayendo carbón en la
pala, sin duda que su amo habría considerado necesario despedirle. Así,
el dependiente se embozó en la blanca bufanda y trató de calentarse en
la llama de la bujía: pero, como no era hombre de gran imaginación:
fracasó en el intento.
Charles Dickens
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