9.30.2009

La Isla del Tesoro

Esta conocida novela de aventuras escrita por el escocés Robert Louis Stevenson en 1881, surgió como un relato pensado y dedicado al hijo varón de su mujer, Samuel. Y aunque se ha convertido en un clásico leído ávidamente por sucesivas generaciones de adolescentes, en sus principios no fue muy bien acogida por el público. No ocurrió lo mismo con su posterior novela, "El extraño caso del Doctor Jeckyll y Mr Hyde", que le proporcionó fama y dinero. Aunque, según parece, el original fue destruido y Stevenson tuvo que reescribirlo.

Capítulo XXI -
El ataque
El capitán, tan pronto como desapareció Silver, a quien había seguido atentamente con la mirada, se volvió hacia el interior de la casa y se encontró con que ni uno solo de nosotros estaba en su puesto, a no ser Gray. Fue la primera vez que le vimos enfadado de veras.
-¡A los puestos! -bramó. Y al irnos, mohínos, hacia nuestros sitios-: Gray -dijo-, voy a poner tu nombre en el «Diario de Navegación»; has cumplido tu deber como un marino. Míster Trelawney ¡no lo esperaba de usted!... Doctor, ¡creí que había llevado usted el uniforme del Rey! Si fue así como sirvió en Fontenoy, mejor se hubiera estado en la cama.
Los de la guardia del doctor estaban otra vez en sus aspilleras; los demás cargaban apresuradamente los mosquetones de repuesto, y a buen seguro que todos tenían la cara encendida y la mosca en la oreja, como suele decirse.
El capitán miró en silencio un rato, y después dijo:
-Muchachos, he soltado a Silver una andanada. Le he puesto furioso adrede; y antes de una hora, como él ha dicho, nos van a abordar. Somos los menos, bien lo sabéis; pero vamos a pelear a cubierto, y hace un minuto hubiera dicho que con disciplina. No tengo duda de que podremos zurrarles si vosotros queréis.
Después hizo la ronda y vio, según dijo, que todo estaba tranquilo.
En los dos costados más cortos de la casa, oriental y occidental, había dos aspilleras; en la del Sur, donde estaba el porche, otras dos, y en el lado Norte, cinco. Disponíamos de una veintena de mosquetes para los siete que éramos; la leña había sido puesta en cuatro pilas -mesas pudiéramos decir-, una en el medio de cada costado, y en cada una de esas mesas se pusieron municiones y mosquetes cargados al alcance de los defensores. En medio se colocaron los machetes en fila.
-Arrojad el fuego allá fuera -dijo el capitán-: ya se ha pasado el frío y no hace falta que se nos meta el humo en los ojos.
Míster Trelawney sacó fuera el hornillo de hierro y arrojó las ascuas en la arena, enterrándolas con los pies.
-Hawkins no se ha desayunado -prosiguió el capitán-. Hawkins, sírvete tú mismo y vuelve a comer a tu puesto. Y de prisa, muchacho, porque te va a hacer falta antes de que hayas acabado. Hunter, sirve a todos una ronda de aguardiente.
Y mientras esto se hacía, el capitán completaba en su mente el plan de defensa.
-Doctor, usted guardará la puerta -dijo resumiendo-. Observe y no se exponga; no salga fuera y tire a través del porche. Hunter, al lado del Este, allí. Joyce, tú te pones en el Oeste. Míster Trelawney, usted es el mejor tirador; pues usted y Gray defenderán este lado del Norte, que es el más largo, con las cinco aspilleras; ahí es donde está el peligro. Si llegan a subir hasta aquí y a tirar sobre nosotros por nuestras propias aspilleras, la cosa empezará a ponerse fea. Hawkins, ni tú ni yo valemos mucho para andar a tiros; estaremos listos para cargar y echar una mano.
Como dijo el capitán, ya se había pasado el frío. Tan pronto como el sol se alzó por encima del cinturón de arbolado que nos rodeaba, cayó con toda su fuerza sobre la explanada y absorbió, como de un trago, todos los vapores. A poco la arena ardía y la resina se derretía en los troncos del fortín. Chupas y casacas fueron echadas a un lado; se desabotonaron los cuellos de las camisas, y nos arremangamos hasta los hombros, y así permanecimos cada uno en su puesto, febriles de calor y de ansiedad.
Pasó una hora.
-¡Que los ahorquen! -exclamó el capitán-. Esto es más pesado que un funeral.
Y precisamente en aquel momento tuvimos la primera noticia del ataque.
-Dispénseme el señor -dijo Joyce-; si veo a alguno, ¿debo tirar?
-¡Claro que sí! -gritó el capitán.
-Muchas gracias -contestó Joyce, con la misma suave urbanidad.
Transcurrió un rato sin que ocurriese nada; pero aquella observación nos había puesto a todos alerta, aguzando los oídos y los ojos: los mosqueteros, con las armas levantadas y apuntando; el capitán en medio del fortín, con los labios muy apretados y la frente ceñuda.
Así pasaron unos segundos, hasta que de repente Joyce afirmó su mosquete y disparó. Aún persistía el ruido de la detonación cuando fue repetida y repetida desde fuera en un fuego graneado: un tiro tras otro, como las cuentas de un rosario, por todos los lados de la cerca. Algunas balas dieron en la casa de troncos, pero no penetró ninguna, y cuando el humo se fue aclarando y se disipó, la estacada y los vecinos bosques parecían tan tranquilos y desiertos como antes. Ni el movimiento de una rama ni el brillo de un cañón delataba la presencia del enemigo.
-¿Ha pegado usted al suyo? -preguntó el capitán.
-No, señor -contestó Joyce-; me parece que no, señor.
-Eso es lo que más se aproxima a decir la verdad -murmuró el capitán-. Hawkins, cárgale el mosquete. ¿Cuántos diría usted que había por su lado, doctor?
-Lo sé exactamente -dijo el doctor Livesey-. Tres tiros han disparado por esta parte. He visto los tres fogonazos; dos casi juntos y otro más separado hacia el oeste.
-¡Tres! -repitió el capitán-. ¿Y cuántos en el suyo, míster Trelawney?
Pero esto no era tan fácil de contestar. Habían disparado muchos por el Norte: siete según la cuenta del Squire; ocho o nueve conforme a la de Gray. Por el Este y Oeste sólo habían tirado sendos tiros. Era, pues, evidente que el ataque se iba a desarrollar por el Norte y que por los otros tres lados sólo nos iban a molestar con una demostración de hostilidades. Pero el capitán Smollet no hizo alteración en sus preparativos. Si los amotinados conseguían salvar la estacada, argüía, se apoderarían de cualquier aspillera indefensa y podrían cazarnos como ratas en nuestra propia fortaleza. Tampoco nos dejaron mucho tiempo para pensarlo. Repentinamente, con fiera gritería, un grupo de piratas saltó desde la espesura por el lado del Norte y se lanzó corriendo sobre la estacada. Al mismo tiempo se reanudó el fuego desde los bosques, y una bala de rifle entró zumbando por la puerta e hizo astillas el mosquete del doctor.
Los asaltantes treparon como monos por la empalizada. El Squire y Gray hicieron fuego una vez, y otra, y otra; cayeron tres hombres, uno hacia adelante, dentro de la estacada, y dos hacia atrás, a la parte de afuera. Pero de estos últimos, uno estaba más asustado que herido, pues se levantó en un santiamén y desapareció en seguida entre los árboles.
Dos habían mordido el polvo, uno había huido, cuatro habían conseguido mantenerse dentro de nuestras defensas; en tanto que desde el abrigo de los bosques siete u ocho, provistos cada uno, sin duda, de varios mosquetes, mantenían un fuego vivo, aunque inútil, sobre la casa de troncos.
Los cuatro que habían entrado siguieron derechos hacia el edificio, gritando mientras corrían, y los que estaban entre los árboles les contestaron con otros gritos para animarlos. Se dispararon varios tiros; pero tal era la precipitación de los tiradores, que ninguno debió de hacer blanco. En un instante los cuatro piratas habían subido la cuesta y estaban sobre nosotros.
La cabeza de Job Anderson, el contramaestre, apareció en la aspillera de en medio.
-¡A ellos todos, todos! -rugió con voz de trueno.
Al mismo tiempo otro pirata agarró el mosquete de Hunter por el cañón, se lo arrancó de las manos, lo sacó por la aspillera y de un golpe anonadador, dejó al pobre hombre sin sentido en el suelo. Entretanto, un tercero dio, corriendo, sin sufrir daño, la vuelta a la casa, apareció de pronto en la puerta y cayó sobre el doctor con el machete enarbolado.
Nuestra posición había cambiado por completo. Un momento antes estábamos resguardados, tirando sobre un enemigo descubierto; ahora éramos nosotros los que ofrecíamos blanco y no podíamos devolver los golpes.
La casa estaba llena de humo y a él le debíamos nuestra relativa seguridad. Gritos y confusión, los fogonazos y las detonaciones de pistolas y un intenso quejido resonaban a un tiempo en mis oídos.
-¡Afuera, muchacho, afuera, y a pelear en campo abierto! ¡Machetes! -gritaba el capitán.
Tiré de un machete del montón y alguien al mismo tiempo tiró de otro, dándome un corte en los nudillos que apenas sentí. Salí precipitadamente por la puerta, a la clara luz del sol. Alguien venía tras de mí, pero no sabía quién. Enfrente, el doctor perseguía a su asaltante cuesta abajo, y en el momento en que le vi le abatió la guardia y le derribó de espaldas, despatarrado, con un gran tajo que le cruzaba la cara.
-¡Dar la vuelta a la casa, muchachos! ¡Al otro lado! -gritó el capitán, y hasta en medio de aquel tumulto noté un cambio en su voz.
Obedecí sin darme cuenta de lo que hacía, me volví hacia el Este y, con el machete enarbolado, doblé corriendo la esquina y me encontré cara a cara con Anderson. Dio un bramido de cólera y levantó el machete por encima de su cabeza, centelleando al sol. No me dio tiempo ni para tener miedo; pero, con el golpe aún amenazándome, di un salto de costado, perdí pie en la arena movediza y rodé de cabeza por el terraplén.
Al asomarme a la puerta, los demás amotinados estaban ya escalando la empalizada para acabar con nosotros. Uno de ellos, con un gorro de dormir rojo y el machete entre los dientes, se había ya encaramado hasta lo alto y tenía una pierna echada del otro lado. Pues bien; tan corto había sido el intervalo, que cuando me volví a poner en pie todo estaba en la misma situación: el hombre del gorro rojo, todavía a horcajadas; otro asomaba aún la cabeza sobre el borde de la estacada. Y, sin embargo, en aquella fracción de tiempo la lucha había terminado y era nuestra la victoria.
Gray, que iba detrás de mí, había tumbado de un tajo al corpulento contramaestre, sin darle tiempo a reponerse del golpe en falso que había descargado. Otro había recibido un balazo en una aspillera en el momento en que iba a disparar hacia el interior de la casa, y ahora agonizaba con la pistola aún humeando en la mano. A un tercero lo despachó el doctor, como yo vi, de un solo golpe. De los cuatro que habían salvado la empalizada sólo quedaba uno fuera de la cuenta, y éste, abandonando el machete en el campo de batalla, estaba escalando otra vez la cerca para huir muerto de miedo.
-¡Fuego! ¡Fuego desde la casa! -gritó el doctor-. ¡Muchachos, volved al refugio!
Pero nadie le atendió; no se disparó un tiro, y el último asaltante logró escapar y desapareció con el resto en el bosque. En tres segundos nada quedaba de la partida que nos atacó, sino los cinco que habían caído, cuatro dentro y uno fuera de la empalizada.
El doctor, Gray y yo corrimos a escape a refugiarnos en la casa. Los que habían huido llegarían en seguida adonde habían dejado los mosquetes y el fuego podía recomenzar de un momento a otro.
La casa entonces ya estaba más despejada de humo, y vimos, a la primera ojeada, el precio que nos había costado la victoria. Hunter estaba junto a su aspillera sin sentido. Joyce, al lado de la suya, con la cabeza atravesada de un balazo, para no moverse más, y en el centro del recinto, el Squire estaba sosteniendo al capitán, tan pálido el uno como el otro.
-El capitán está herido -dijo míster Trelawney.
-¿Han corrido? -preguntó míster Smollet.
-Todo lo que podían hacerlo, puede usted estar seguro de ello -contestó el doctor-; pero hay cinco que ya no correrán más.
-¡Cinco! -exclamó el capitán-. Vamos, así es mejor. Cinco de un lado y tres de otro, nos dejan cuatro contra nueve. Tenemos más ventajas que al comienzo. Éramos entonces siete contra diecinueve, o lo creíamos así, y esto era tan malo como si fuera cierto.
"La isla del tesoro" (Robert Louis Stevenson)

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