El texto que os acercamos de esta obra anónima, es el integro y con la traducción del escritor Vicente Blasco Ibañez.
Pero cuando llegó la noche 851ª
Historia de Alí Babá y los cuarenta ladrones
Y Schehrazada dijo al rey Schahriar:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que por los años de hace mucho tiempo y en los días del pasado ido, había, en una ciudad entre las ciudades de Persia, dos hermanos, uno de los cuales se llamaba Kassim y el otro Alí Babá. ¡Exaltado sea Aquel ante quien se borran todos los nombres, apelativos y motes, y que ve las almas en su desnudez y las conciencias en su profundidad, el Altísimo, el Dueño de los destinos! ¡Amín!
¡Y prosigo!
Cuando el padre de Kassim y de Alí Babá, que era un pobre hombre vulgar, hubo fallecido en la misericordia de su Señor, los dos hermanos se repartieron con toda equidad en el reparto lo poco que les había tocado de herencia; pero no tardaron en comerse la exigua ración de su patrimonio, y de la noche a la mañana se encontraron sin pan ni queso y muy alargados de nariz y de cara. ¡Y he ahí lo que trae el ser tonto en la primera edad y olvidar los consejos de los cuerdos!
Pero el mayor, que era Kassim, al verse a punto de derretirse de inanición en su piel, se puso pronto al acecho de una situación lucrativa. Y como era avisado y estaba lleno de astucia, no tardó en entablar conocimiento con una alcahueta (¡alejado sea el Maligno!), que, después de poner a prueba sus facultades de cabalgador y sus virtudes de gallo saltarín y su potencia de copulador, le casó con una joven que tenía buena cama, buen pan y músculos perfectos, y que era cosa excelente. ¡Bendito sea el Retribuidor! Y de tal suerte, además de refocilarse con su esposa, tuvo él una tienda bien provista en el centro del zoco de los mercaderes. Porque tal era el destino escrito sobre su frente desde su nacimiento.
¡Y esto es lo referente a él!
En cuanto al segundo hermano, que era Alí Babá, he aquí lo que le sucedió. Como por naturaleza estaba exento de ambición, tenía gustos modestos, se contentaba con poco y no tenía los ojos vacíos; se hizo leñador y se dedicó a llevar una vida de pobreza y de trabajo. Pero a pesar de todo, supo vivir con tanta economía, merced a las lecciones de la dura experiencia, que pudo ahorrar algún dinero, empleándolo prudentemente en comprarse primero un asno, después dos asnos y después tres asnos. Y los llevaba a la selva consigo todos los días, y los cargaba con los leños y los haces que antes se veía obligado a llevar a cuestas.
Convertido de tal suerte en propietario de tres asnos, Alí Babá inspiró tanta confianza a la gente de su corporación, todos pobres leñadores, que uno de ellos tuvo por un honor para sí ofrecerle su hija en matrimonio. Y en el contrato ante el kadí y los testigos se inscribieron los tres asnos de Alí Babá por toda dote y toda viudedad de la joven, quien, por cierto, no aportaba a casa de su esposo ningún equipo ni nada que se le pareciese, ya que era hija de pobres. Pero la pobreza y la riqueza no duran más que un tiempo limitado, en tanto que Alah el Exaltado es el eterno Viviente.
Y gracias a la bendición, Alí Babá tuvo de su esposa, la hija de leñadores, niños como lunas, que bendecían a su Creador. Y vivía modestamente dentro de la honradez, en la ciudad, con toda su familia, del producto de la venta de sus leños y haces, sin pedir a su Creador nada más que esta sencilla dicha tranquila.
Un día entre los días, estando Alí Babá ocupado en cortar leña en una espesura virgen del hacha, mientras sus asnos se pavoneaban paciendo y regoldándose no lejos de allí en espera de su carga habitual, se hizo sentir en el bosque para Alí Babá la fuerza del Destino. ¡Pero Alí Babá no podía sospecharlo, pues creía que desde hacía años seguía su curso su destino!
Fué primero en la lejanía un ruido sordo, que se acercó rápidamente, hasta poderse distinguir con el oído pegado al suelo, como un galope multiplicado y creciente. Y Alí Babá, hombre pacífico que detestaba las aventuras y las complicaciones, se asustó mucho de encontrarse solo sin más acompañantes que sus tres asnos en aquella soledad. Y su prudencia le aconsejó que sin tardanza trepase a la copa de un árbol alto y gordo que se alzaba en la cima de un pequeño montículo y que dominaba toda la selva. Y apostado y escondido así entre las ramas, pudo examinar de qué se trataba.
¡Hizo bien!
Porque apenas se acomodó allí, divisó una tropa de jinetes, armados terriblemente, que avanzaban a buen paso hacia el lado donde se encontraba él. Y a juzgar por sus caras negras, por sus ojos de cobre nuevo y por sus barbas separadas ferozmente por en medio en dos alas de cuervo de presa, no dudó de que fuesen ladrones, salteadores de caminos, de la más detestable especie.
En lo cual no se equivocaba Alí Babá.
Cuando estuvieron muy cerca del montículo abrupto adonde Alí Babá -invisible pero viendo- se había encaramado, echaron pie a tierra a una seña de su jefe, que era un gigante, desembridaron sus caballos, colgaron al cuello de cada uno un saco de forraje lleno de cebada, que llevaban a la grupa detrás de la silla, y los ataron por el ronzal a los árboles de los alrededores. Tras de lo cual cogieron los zurrones y se los cargaron a hombros. Y como pesaban mucho aquellos zurrones, los bandoleros caminaban agobiados por su peso.
Y desfilaron todos en buen orden por debajo de Alí Babá, que los pudo contar fácilmente y observar que eran cuarenta: ni uno más, ni uno menos...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario